Prefiero vivir alejada del cementerio y esto no es casualidad. Hubo un tiempo en que vivir cerca del Campo Santo tenía su encanto. Al darme cuenta de estas percepciones me retrotraigo a mis andanzas de adolescente.
Tenía yo unos quince años. No era ni la mayor ni la menor del grupo. Un grupo mixto formado por tres chicas y dos varones. Todo esto que voy a relatar nos ocurrió independientemente de cuál era la dirección de nuestros domicilios.
Aquella tarde Nacho y Toni venían riéndose, o como se dice vulgarmente, venían partiéndose el culo. Nos hicieron sus cómplices en aquello que tan divertido, parecía, les resultaba. Habían oído decir que aquella tarde iban a salir del cementerio los muertos vivientes que se aparecerían a quienes estuviesen por allí con intención de solicitar a quienes vieran, les echasen una mano para aguzar el ingenio y distinguir entre los muertos que irían al cielo y los muertos que irían al infierno. Se venían riendo no gozosos y gustosos, sino miedosos y aterrorizados, cubiertos por un espanto que se convertía en una risa nerviosa tan alarmista como los gestos y aspavientos que venían expresando nerviosismo ante las expectativas de conocer a alguien que ya venía de vuelta. No sólo habrían conocido la muerte sino que además habrían vuelto a la vida con una misión especial.
Estábamos en pleno invierno y a partir de las seis y media de la tarde anochecía. Así pues el escenario era monstruosamente atractivo, nuestro sentimiento nos llevaba a tiritar de miedo, a gritar de forma descontrolada mientras merodeábamos y echábamos un vistazo tras las tapias de aquel bosquecillo de cipreses que coronaban, presidían y daban un matiz de misterio enmarcado en una zona oscura, sombría y fría.
Elena, María y yo no podíamos creer esa historia de zombis o monstruos capaces de volver a la vida tras el trámite de una muerte con todo su boato y ceremonia como buen cristiano, pero nos dejamos llevar por los chicos que aseguraban que estar en aquel cementerio era un reto para todo el mundo y que ellos querían celebrar una fiesta del horror, querían tratar con los del “más allá”, porque para crearnos un futuro antes hay que contactar con seres experimentados. Las puertas estaban cerradas y la única forma de entrar era saltando los muros que enmarcaban un conglomerado de losas y piedras que formaban tumbas y panteones.
El frío nos atería, sentíamos un cierto respeto que claramente nos venía de este lugar sepulcral dónde el silencio nos embargaba. No queríamos hacer ruido. Estar allí era estar sin ver ni oír, a la intemperie, percibiendo una sensación tan gélida como desangelada. Nos decidimos tras una votación a mano alzada en que todos por unanimidad queríamos introducirnos entre todas aquellas almas que deducíamos estaban allí como quién está en el purgatorio.
Desde lejos veíamos unas sombras y unas luces, dos seres y una hoguera que dejaban vislumbrar la existencia de aquellos que se nos antojaban zombis. ¡Quizás los que buscábamos! El hecho de encontrar en aquella situación un par de muertos vivientes hacía que la excitación recorriese nuestro cuerpo y sonasen los grititos y expresiones onomatopéyicas del terror, tan tétricos estos, como misteriosas aquellas, haciéndose eco ambos en aquella residencia de difuntos. Aquellos dos personajes parecían entretenidos. Pretendíamos entender qué hacían en aquel lugar solitario y qué les había llevado hasta allí. Uno de ellos era bizco, el otro cojeaba de la pierna derecha; ambos resultaban horrorosos y tremendamente misteriosos… Causaban pavor.
Nos acercamos temerosos de ser vistos, lejos de la claridad. No obstante uno de ellos, el bizco que era alto y delgaducho: espigado, se volvió con una medio mirada rápida hacia donde estábamos. Debió de llamarle la atención el movimiento de nuestro paso cerca de un ciprés alargado por lo que gritó a su compañero que no estaban solos. El cojo dio un salto midiendo la estabilidad del suelo y vino tras nosotros. Pudimos escapar… no todos, Nacho tuvo la mala suerte de ser “hecho prisionero” aquella aventura se iniciaba peligrosa y llevábamos todas las de perder.
Elena, María y yo nos pusimos a salvo. No sabíamos qué hacer. Las conjeturas eran de los más obscuras y opacas… ¿qué sería de Nacho?, y ¿dónde estaba Toni? Ya alejadas del cementerio dudamos si llamar a la policía o si volver a buscar a los chicos.
Nacho, como decimos, corrió su propia suerte. Fue atado y le taparon los ojos y la boca pero podía oír. Más tarde supimos que aquéllos dos seres eran los okupas del cementerio. Vivían allí desde hacía un par de semanas, comían y dormían en un panteón de una familia ilustre de la población, y todas las noches hacían fuego para entrar en calor. Se alimentaban con vino peleón de tetrabrick.
Toni se había escondido bien, pretendía entender a aquellos seres y saber si venían de verdad del “más allá”.
No sabíamos que sensación tenía Nacho de aquella situación, pero uno de los mendigos animado por el alcohol y dejándose llevar de su propio histerismo empezó a golpear con piedras algunas tumbas y saltaba y brincaba encima de ellas. Gritaba: ¡nosotros estamos vivos!, ¡vosotros sois huesos! Para su fuego hacían acopio de basura. Se servían de esqueletos y calaveras como útiles rudimentarios que sacaban directamente de los osarios. Los dos eran capaces de perturbar la paz del Campo Santo, profanando losas y ataúdes y riéndose de los epitafios, se hacían dueños de una situación de libertinaje que les convertía en dos personajillos habituales de la zona como moradores de un lugar tan inhóspito como poco aconsejable para habitar.
A eso de medianoche sin saber nada ni de uno ni de otro, Elena, María y yo nos presentamos en comisaría para dar conocimiento del suceso acontecido. La policía local encarnada en dos apuestos jóvenes uniformados, quienes escucharon con atención nuestro relato de los hechos y nuestro temor por el futuro de nuestros amigos, nos indicaron que tomarían cartas en el asunto.
Aquella noche ninguna pudimos dormir sin saber en qué depararía todo.
Al día siguiente antes de quedar de nuevo los cinco, Elena, María y yo pudimos ver la prensa donde se hablaba en primera página de la muerte de un hombre en una redada policial mientras pretendía desalojar a los okupas del cementerio. Parece ser que uno de los mendigos estaba armado con un rifle antiguo con el que atacó a los agentes de la Seguridad Local quienes para defenderse tiraban a dar a las piernas de los maleantes. Sin embargo éste dio un salto, cayó mal y una esquina de una lápida se le clavó en la hipófisis. Murió al instante. El otro fue detenido pero antes de ponerlo a disposición judicial lo agentes de la policía de oficio pusieron en conocimiento de Servicios Sociales todo lo acontecido.
A Toni lo encontraron en cuclillas y con la cabeza entre las rodillas llorando asustado. Más tarde según nos contaron, Nacho y Toni, éstos tuvieron que declarar ante las Fuerzas de Seguridad acerca de su intención de entrar en el cementerio a aquellas horas. En su defensa adujeron su interés por lo muertos vivientes.
Vivir los vivos es lo normal, que vivan los muertos, ni en el cementerio; Dejemos a nuestros muertos su paz, en paz y busquemos domicilios acogedores lejos de tan siniestro lugar.
Mª Teresa Mendoza Hernández